Esquirlas suaves de un rostro partido

La habitación estaba hecha un desastre, los estantes de la biblioteca se quebraron, cedieron al peso de los libros, los cuales cayeron esparciéndose por todo el suelo.

La ropa del armario fue revuelta y, al igual que los libros, esparcida en el suelo.

A través de la ventana, la oscuridad de la noche penetraba la habitación como una especie de bruma; una sensación de plena incomodidad recubrió mi cuerpo.

El vidrio de la ventana ya no existía. Traspasar el brazo a través de aquella oscuridad era lo mismo que sentir el hielo: la piel de mi mano se entumecía rápidamente.

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Entró en la habitación por sorpresa, sin siquiera avisar. Cerró la puerta detrás de sí tan fuerte como pudo; el mal humor se respiraba en cada rincón, volviéndose casi un hedor imposible de soportar. Tuve la necesidad de volcarme hacia la ventana, hacia el aire gélido de la oscuridad, pero él arremetió contra mí:

«¿Hasta cuándo debo soportar tus balbuceos histéricos?».

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Cuando la lluvia cesó, sentí la necesidad de salir, con un fuerte pesar revoloteando sobre mi cabeza.

Mis pies desnudos entraron en contacto con la húmeda tierra y, poniéndome en cuclillas, agarré un puñado de la misma, frotándola con intensidad en mis palmas, queriendo calmar el ardor.

Los restos de sangre en mis uñas se mezclaron con esa tierra húmeda; el tiempo se fundía en la llovizna que volvía a caer, acariciando mi cuero cabelludo.

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Pasé un rato largo trazando cruces en una hoja de papel, dibujé miles, las suficientes para tratar de distraerme.

El silencio no me estaba ayudando, nunca lo hizo; aun así aprecio enteramente la tranquilidad que resguarda, pero mi cuerpo nunca parece comprenderlo.

Los pasos eran suaves, pero evidentes a mis oídos. Un brazo se extendió a través de toda la habitación, como si se hubiera olvidado del cuerpo al que pertenecía. Su gruesa mano se posó sobre mi hombro queriendo captar mi atención. Un rostro deforme se mostró frente a mí, me miró con una extraña expresión, sus labios se empezaron a mover, articulando una frase:

«Acabo de destrozar su cara, lo siento».

Mis lágrimas brotaron penosamente. Me sentí miserable.

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Me volqué sobre mi cama, me revolví frenéticamente de un lado a otro, me senté en la misma y allí traté de encajar las últimas esquirlas. Su rostro era difícil, no podía comprenderlo.

Mi pobre muñeca no podía recuperar su rostro. Estás ahí, pero no te puedo reconocer. Estás así enteramente por mi culpa y no intentaré buscar tu perdón.

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Su mirada me recordó a cómo mi mente se drenaba, donde todo terminaba volviéndose vacío y no encontraba más palabras que pudieran nacer y desprenderse, para así tratar de llenar nuevamente mi cabeza.

Puedo pedirte perdón, puedo llorarte, puedo, tal vez, sangrar, pero no pidas que yo le dé significado a lo que tanto balbuceas. Nada de ello tiene lógica.

¿Si me he perdido, cómo puedo encontrarte?

¿Si las extremidades se retuercen, cómo puedo apaciguar el dolor del ruido que sientes?

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La frescura del aire matutino golpeó mi rostro; no había ni un alma alrededor. Todo estaba bien, el frío me hacía sentir mejor. Los primeros rayos del sol aún no asomaban, sólo el crepúsculo despuntaba.

Caminé rápidamente hacia el parque, a unas pocas cuadras de mi casa. Me adentré lo más que pude y, detrás de un árbol, empecé a excavar un pozo con mis propias manos, no demasiado grande.

De mi bolsillo saqué una pequeña bolsa de tela de un color rosa pálido, atada con un listón negro. La coloqué en el pozo con tal cuidado y la tapé inmediatamente. Intenté limpiar mis manos de la tierra húmeda sin mucho éxito y así eché a andar nuevamente; mis piernas se movieron con cierta ligereza que no puedo describir con exactitud: se debía acabar de la forma más rápida.

 



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