El hombre que desarmó pequeñas flores

 Viernes observó desde cierta distancia la acción meticulosa que estaba llevando a cabo un hombre en un cantero. Con sus manos cubiertas de tierra húmeda, sostenía un pequeño ramo de flores violáceas que supo arrancar de raíz. Se levantó del lugar y se alejó unos cuantos pasos, sólo para sentarse en el césped, bajo la sombra de un pino demasiado alto. Miró las flores que se posaban sobre la palma de su mano con una expresión de lejanía en el rostro.

Como si se tratara de un ritual, desarmó las pequeñas flores: separó sus pétalos en un accionar lento y dedicado, uno por uno. Luego los tallos de las raíces, arrojando a un lado aquello que sobraba. Sólo los pétalos quedaron, posándose y tratando de escapar con aquellas pequeñas brisas que sorprendían de vez en cuando. Juntó todos los pétalos en una sola mano y cerró el puño con fuerza. La piel de sus nudillos se tornó blanquecina por la presión que ejercía, y en su rostro se dibujó una mueca, una sonrisa mal hecha.

Viernes, al contemplar toda aquella escena con sumo asombro, se puso en pie desde el lugar dónde había estado espiando en cuclillas. Apuró el paso de regreso a su casa; cierto sentimiento nacía dentro, el interior se revolcaba en una calidez ardiente. 

Se encerró en su cuarto y, tendido en la cama, dejó que su mente se dejara llevar por esos pensamientos intrusivos que tanto insistían en ser abordados.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco...

La imagen mental de cada pétalo que iba contando se volvía cada vez más nítida, y así fue como se dio cuenta: qué absurdo resulta todo esto.

Esa noche, cuando los vestigios de la escena caían con su propio peso, se asentaron en forma de un sueño. Viernes se encontraba sentado frente a su escritorio. Era una tarde soleada; los rayos del sol iluminaban completamente la habitación, creando una sensación etérea y pura, ausente de cualquier perturbación.

Sus manos, apoyadas sobre el escritorio, sostenían lo que a veces era un escarabajo y otras, un insecto difícil de identificar: mutaba cuánto el sueño lo dictase. Con una pequeña tijera, cortó las seis patitas: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. El insecto, a veces inerte, a veces emitiendo un sonido estridente, perturbaba la paz de la habitación, tiñendo la luz en un rojo intenso.

Cuando intentó separar la cabeza de su cuerpo, el sueño terminó de forma abrupta. En un sobresalto, Viernes despertó con el corazón latiéndole a mil.



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